27.6.14

De una carta escrita en los días inmediatos de mayo 2009, a modo de epitafio, por el día que acaba de pasar. (06 de mayo 2014, quinto aniversario luctuoso)

Este es un recuento somero de los últimos hechos. En noviembre pasado me llamaron para decirme que el viejo había vuelto de Tlapa con alucinaciones y un poco más desgastado en sus articulaciones. Cuando cumplió 84 todavía se dió el lujo de tomarse unas cervezas con dos de sus nietos, de saborear -supongo- su último trago de mezcal, desvariar por vez última en las calles que vió crecer, despotricando frente a casas que no existían cuando él aún era un párvulo, de repetirse la gloria que ya se le había escapado de las manos, mitología apenas que mal resguardará su familia; esa noche declaró por enésima vez el sitio que sin méritos llegué a ocupar en su corazón. Alucinaba con pequeñas sombras que lo perseguían, voces atronadoras repitiendo algún conjuro dentro de su cabeza, y tuvo miedo, y lo hizo patente para todos los que lo rodeaban. Lejano como estaba, alcancé a olfatear ese miedo, y éste a golpearme, a dejarme momentáneamente sin asideros, desnudo, empequeñecido quise ir en su busca, y sin embargo me dejé envolver por otras rutinas. En diciembre nos vimos, casi no me reconoció al verme; tuvieron que pasar unos minutos para que mirara en dirección a mi y preguntara por mi nombre, supuse entonces que ya su fin no podía prolongarse más allá de un año, pero no sentí congoja. Al despedirme me tendió la mano, parecía triste, al tiempo que me daba una serie de consejos que a él nadie le dio para sobrellevar el deasosiego.
Por los últimos días de abril supe que lo habían internado en un hospital para hacerle una intervención que ya desde octubre venían planeando sus hijos. Lo que me contaron después me permitió entender que José Ángel también esperaba ya un desenlace, si bien no fatal, sí determinante: una semana antes, viajó a Tlapa por última vez, ya había cumplido 86, entregó el cuarto que rentó por más de diez años en Gálvez, sacó las pocas pertenencias y mercancías que aún guardaba allí; puso cierto orden en sus pequeñas cosas, las que para él debieron ser primordiales; en su casa se afeitó, se cortó el pelo, y tomó un baño -que yo imagino largo, placentero- antes de salir con rumbo a la sala de operaciones.
Yo estaba en Pueblo Nuevo, Chiapas, esperando a que terminara el estatismo que traen los sábados a esas tierras permeadas por el cristianismo adventista cuando decidí llamar a Guerrero. La voz al otro lado de la línea tenía un dejo marcado de preocupación cuando me dijo que el abuelo había entrado en coma luego de la operación. Pedirme tranquilidad estuvo de más, dejé entrar esa verdad como un camino irremediable a la pérdida, irremediablemente aceptado, ni el miedo, ni la desesperación hicieron estragos, con mi saldo se terminó la llamada, breve, además; un amigo trató de contarme historias de ancianos que sólo me llevaron al borde del decaimiento, así que salí a tomar fotografías, un poco para olvidar que en una camilla fría, indiferente, José Ángel poco a poco se iba apagando. Esa noche el cielo se desprendió por largas horas, mientras pergeñábamos algunos folletos y discurríamos en teorías de crecimiento social y humano, y a lo lejos el mundo se hacía trizas. No quise volver, no tenía ningún caso ver al viejo vegetando: si vivo me costaba trabajo charlar con él, en ese estado no habría sabido qué decirle, así que seguí mi camino a la sierra, y en Año de Juárez ví un ritual de bautismo adventista, supe de las minas de ámbar, y del ámbar verde. Luego, porque la contingencia sanitaria estaba por terminar, volvía al estado de México cuando me enteré que ésta se prolongaría unos días más. En Simojovel supe también -otra llamada telefónica- que a excepción de tres integrantes, toda la familia había estado cuidando al viejo en sus horas de hospital, y que en ese momento él había sido llevado a su casa en Acatlán.
Decidí que tampoco iría, aunque tuviera tiempo, porque también empezaba a sentir cierto frío corriendo por la espalda al nombrarlo, porque no sabía cómo iba a afrontar su inmovilidad, de él, que pocas veces descansó, que juraba sus viajes a Tlapa y Xalpa eran para que a la huesuda le costara trabajo hallarlo, para prolongar su búsqueda, para reírse de ella, que un día lo iba a alcanzar. Ya estaba en Morelia mirando el ocaso, planeando salir a la calle, buscar algún pretexto para desvelarme esperando el amanecer, quedarme allí unos días, y luego abrazar la rutina de nueva cuenta cuando sonó el teléfono: hacía una hora el viejo había empezado su última parranda, esta vez por fin a solas.
El calendario decía seis de mayo de dos mil nueve. Tomé mis pocas cosas y reinicié un viaje por carretera que ya llevaba veintinueve horas, esta vez de vuelta a Acatlán, confundido, aturdido, tranquilo, aunque éste último adjetivo parezca no tener cabida, lo cierto es que la gramática poca relación tiene con las sensaciones del hombre. Al día siguiente lo dejamos reposando a un lado de la capilla del panteón, en la misma fosa de su madre. Si lo buscas, encontrarás un lecho humilde, a su manera, de tierra, y sin más ornamentos que algunas flores.

No hay comentarios.: