No fue el acero, frío, lo que rajó
esta carne. Era tu nombre, ardiente
fiera, la bestia que asentó su diente
en mi cabeza. Luego tu rostro se formó
entre los hilos que el azar, demente,
trazaba sobre el suelo. Era la tinta que ahí cuajó
mi sangre desvelada. Tal vez se me antojó
el beso de tu labio, la caricia, tu talante.
No sabrás tú de esta agonía, deste suplicio
por boca mía. Otras te habrán de relatar
el accidente: un brazo que yerra, el bullicio,
la algazara. Yo callaré: esta herida no ha de matar
al hombre, acaso lo postre. No me he de quejar.
Mayor herida es el mutismo, la distancia y su silicio.
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