Cuando era más joven y aún creía en el amor incondicionado llegué a pensarte como un ojo de tornado rabioso y delirante, crispado en su rala melena, perdido en los ojos, hacia adentro, como ahora, asaltado por los fantasmas de los hombres que mataste y los que de algún modo te fueron arrancando trozos de tí y de esa manera lenta te fueron carcomiento, matando; esos hombres y esas mujeres fueron las termitas que le cimbraron los muros a tu condición de roca, de volcán, de lava. Eran para mí días interminables sentado en los escalones del patio mirando a las hormigas devorar las buganvilias primero, luego el ficus que casi había llegado al cielo de tu mirada, y finalmente al árbol que dos veces al año se cargaba de guayabas rojas, agrias, como tu carácter.
Tendría que decirte que cuando por primera vez leí los Cien años de soledad, y la segunda y la tercera, y las que vengan después, en un arranque inconmesurable de ternura la memoria me tomó de la mano y me llevó a mirar tu perfil cuando aparecía Aureliano Buendía, y al comedor de tu casa rebosante de comensales como en los mejores tiempos de Macondo, y tuyos.
Eres de esa extraña raza de hombres que desconocen el olvido. Ahora te pienso y no sé si imaginarte desnudo vociferando bajo las sábanas de tu cama de tablones o borracho a tus 85 por las calles de Acatlán, amenazando al viento como en tus mejores tiempos, pero no voy a pensarte indefenso y angustiado ante un médico indiferente, a la espera de su dictamen, o confinado a un diván menesteroso a la espera de esa mujer que siempre dijiste preferir que te buscara, y que además le costara trabajo hallarte, no voy a pensarte como un condenado al paredón, porque en mi tu recuerdo está moldeado bajo el signo de la movilidad, eres en la memoria el nómada por elección y costumbre, el perseguidor de quimeras, el confabulador de siglos.
Tú, que desde siempre estabas condenado a quedarte solo y desquiciado de rabia, que si fueras volcán habrías estallado una y otra y otra y otra vez, incansable y cada vez más corrosivo, tú que con apenas nada edificaste un reino que contigo va a desmoronarse, no puedes a estas alturas formarte como una brizna temblorosa sobre mi memoria, viejo.
Las palabras sobran como siempre, y como siempre también, serán escasas para decirte que no puedo imaginarte, después de casi nueve décadas luchando encolerizado contra la vida, a punto de arrojar la toalla, vencido.
Voy a buscar el corrido tuyo, abuelo.
Tendría que decirte que cuando por primera vez leí los Cien años de soledad, y la segunda y la tercera, y las que vengan después, en un arranque inconmesurable de ternura la memoria me tomó de la mano y me llevó a mirar tu perfil cuando aparecía Aureliano Buendía, y al comedor de tu casa rebosante de comensales como en los mejores tiempos de Macondo, y tuyos.
Eres de esa extraña raza de hombres que desconocen el olvido. Ahora te pienso y no sé si imaginarte desnudo vociferando bajo las sábanas de tu cama de tablones o borracho a tus 85 por las calles de Acatlán, amenazando al viento como en tus mejores tiempos, pero no voy a pensarte indefenso y angustiado ante un médico indiferente, a la espera de su dictamen, o confinado a un diván menesteroso a la espera de esa mujer que siempre dijiste preferir que te buscara, y que además le costara trabajo hallarte, no voy a pensarte como un condenado al paredón, porque en mi tu recuerdo está moldeado bajo el signo de la movilidad, eres en la memoria el nómada por elección y costumbre, el perseguidor de quimeras, el confabulador de siglos.
Tú, que desde siempre estabas condenado a quedarte solo y desquiciado de rabia, que si fueras volcán habrías estallado una y otra y otra y otra vez, incansable y cada vez más corrosivo, tú que con apenas nada edificaste un reino que contigo va a desmoronarse, no puedes a estas alturas formarte como una brizna temblorosa sobre mi memoria, viejo.
Las palabras sobran como siempre, y como siempre también, serán escasas para decirte que no puedo imaginarte, después de casi nueve décadas luchando encolerizado contra la vida, a punto de arrojar la toalla, vencido.
Voy a buscar el corrido tuyo, abuelo.
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