El libro que no recuerdo tiene tu labial impregnado en las solapas. Sus páginas dan cuenta de una historia enrevesada de caballeros sin princesas, de sapos que por fin declaraban su miedo a convertirse en príncipes u objetos sexuales para las desviaciones zoofílicas de la primera adolescente que habiendo decidido las ganas de evadir a sus compañeras de lúbricos juegos quisiera desquitar en su reptílida piel sus ganas.
Te reíste siempre de su título, y tal vez por no escuchar en el cuenco de los recuerdos tu risa de niña juguetona, también lo olvidé como se olvida uno de las llaves de la casa, o el juguete más querido en el vestíbulo del vecinito incómodo, petulante y que por orgullo no regresa uno a reclamar el pedazo de vida que se ha olvidado, aunque sientas en el esternón un golpe seco que te roba el aire y como si un pedazo de tu carne se quedara lejos de ti, como un hueco por el que de ahora en adelante pasará el aire silbando canciones que te hablarán de una mujer, pero ya no será ella, la que olvidaste como quien olvida de pronto cobrar una deuda antigua, por descuido, pero con gran pesar.
Me mirabas pasar las páginas, sonreías, tomabas tu distancia y volvías después como si practicaras un ritual antiguo, como si con ello conjuraras el miedo de estar de nueva cuenta solos, como si en ese ritual te fuera la vida sonreías amarga, radiante y tras una pausa corrías a preparar la cena, y otro ritual daba comienzo, ardía el fuego sobre la estufa, las páginas se sucedían vertiginosas, la noche caía sobre el cuarto estrecho que compartíamos en ese segundo piso, se enlazaban los cuerpos, me olvidaba de lo leído, sólo me quedaban los ojos para el lienzo suave de tu piel.
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