Él era muy pequeño, la ventana
frente a él, profunda,
como un atrio con más cielo que materia
y un árbol robusto, agrisado,
fronda de pájaros sencillos, la rodeaba.
Algo fue llenando el aire,
borrando las ramas, el verano, la casa:
estalló en otra claridad la tarde.
El sol era un perfume, filo
que atravesó su corazón de golpe, herida
que ya nunca sanó, vestigio dulce y extremo.
Sus ojos se quedaron tras la ventana
pero algo en él lloró, y el tiempo
lo fue haciendo un hombre triste.
Luego recibió un lenguaje
y se enfrascó en el álgebra de los detalles:
nieve, balanza, arena, flor del eco.
Probó los límites que guardan, suscitan
esa luz. Lanzan anzuelos
para despertarla, para recordarla.
Pero la claridad, como el primer día, lo obsesionaba
y seguía tras un cristal,
único instante, ahí,
final de una ventana que guardaba ese día
cuando lo amó la luz y quedó solo.
Jorge Fernández Granados
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