
No supe donde perdí el miedo a la noche, ni supe cómo fue que me pasé tantas horas mirando la superficie clara de los arroyos formados en días de lluvia, el cuerpo repleto de alcohol mientras se iba incubando en el pecho una sensación de desamparo que no habría de explotar jamás, pero quedaría allí como un signo ominoso y como un punto de partida para la corrupción de un cuerpo frágil desde sus orígenes.
No supe cuantos monstruos anidaron en mis manos mientras destapaba la próxima cerveza o esperaba a ver brotar una copa de mezcal mientras mis pies trazaban insospechadas líneas sobre las calles lodosas del pueblo, ni pude dar cuenta de las mujeres que mordisquearon mi pecho y mi cuello como si fuesen manzanas envenenadas, sin darme tiempo siquiera de aprender sus nombres o buscar en ellas una oportunidad para conjurar la calmada soledad que merodea como una hiena mi corazón, que no es coraza, sino astillas.
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