30.6.14

Eras un hombre solo, y de amargas tonalidades en el aura, aferrado a algunos símbolos del pasado -sin oprobio, sin gloria, era pasado- y a la absurda comparsa de esta vida. Y de pronto un día descubriste un ave anidando en tu pecho, que esa ave tenía en su gorjeo una música que te recordó las silabas en que se enmarca, justo e irrepetible, su nombre; y callaste porque sabías que la primera palabra que brotara de tu boca labraría el camino hacia un abismo luminoso que tampoco quisieras nombrar, por un temor aún mayor. Sabes bien la primera frase te llevará irremediablemente a decir, fuerte y claro, el nombre que el gorjeo ya ha dicho, y que al pronunciarlo caerán ante tí las murallas que te permitan tocar el paradisíaco cielo o el agobiante infierno, que tras ese paso final no habrá marcha atrás, ni la apacible calma de las medias tintas, ni el placentero espacio de la especulación amorosa, sino la sencilla y burda realidad, y decides por eso seguir callando.
Entonces te miras al espejo y el cristal mercuriado te devuelve la mirada y una recriminación, y te llama cobarde, y cae el telón.

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