17.8.10

Esa carne que se agusana y hiede en el techo de la casa,
el jardín donde cultivo con esmero el cornezuelo y las hormigas, donde la hiedra vuelve a construir su reino, la anticipación del caos, la sospecha del perseguidor y su manada, el tambaleante paso de las horas: toda esa acumulación de símbolos sobre la mesa;
bala como un cordero enfebrecido la sangre, como una máquina desbocada las terminales nerviosas serpentean, se inflaman: paralizan el fuelle de las piernas.

Malditos son los nombres, este trasegar de sombras en el fango, la oscuridad a todas horas, el encierro.
Llega al rincón donde se agrieta como una pared envejecida mi cuerpo, el ruido que se funda entre aquellos pies y este suelo donde a diario llueve, donde a diario se renuevan los caminos, el paisaje. La huella sin embargo es inasible: tal vez la fatiga cabalga como una mujer desnuda sobre mi olfato;
tengo el cuerpo como una llaga abierta, como una puerta que a fuerza de ser abierta dejó caer el abrazo de sus póstigos y con ello el paso franco al quieto trajinar del olvido: también las rocas, lo sé, llevarán esa marca sobre su inmovilidad de siglos,
bajo el musgo de sus flancos.

Algunas veces -esta hora lo confirma- la ventana es más clara que el resto de la casa,
pero la oscuridad siempre llega como un gato oscuro, súbito, a romper la luz
en las pupilas de su presa.

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