24.12.08

nescio

Una noche te soñé atravesando el desierto en un auto descapotable, deteniéndote a ratos para mirar la noche tranquila de esas latitudes. Era un crío en ese entonces, y en cierto modo, cuando te pienso, y en las tardes en que nada tengo para derretirle las venas al tedio, cuando miro un hormiguero y me entra la gana de llenarle las galerias con agua, cuando miro un avispero y pienso cómo se vería en el suelo, a qué extraña flor tendrá sabor la miel que de su interior escurra, cuando salgo a la calle y miro una avenida con pocos o muchos autos, cuando llego a una ciudad que desconozco, a una esquina recién descubierta por mis pasos; cuando algo de eso ocurre, incluso cuando el corazón me tiembla bajo el pecho al mirar un ave o una mujer pasando, vuelvo a ser ese crío.
Leyendo algún libro pensé de nueva cuenta en tí. Me asaltaron los dragones de la madrugada y me hicieron un poco más paranoico, un poco más viejo y más pesado en el andar. Era un hombre triste como lo soy ahora, mientras escribo esto que nadie vendrá a leer, dormía poco durante el día y mucho menos durante la noche; salía con una botella de mezcal a la acera de enfrente a recitar poemas viejos, siempre los mismos, como en un ritual para invocarte.
Parado en medio de una plancha gigante, viendo ondear esa bandera, mirando pasar la gente y los autos a montones, pero sabiéndome solo y sin hambre pensé en tí, en tu forma de pisar las calles, y pensé también que necesitaba comprarme una mascota.
Cuando nos conocimos, una lluvia ligera mojaba las playas de un país que no conocemos todavía, que quizá no exista, pero en ese momento, sin que lo supieramos, sin que lo tocasemos, sirvió para iluminar nuestras manos.

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